¿Apenas? Justo a la mitad. Ya ni aquí, y ni allá.
Dentro de la lista de las experiencias más traumáticas de ésta semana, el lugar número uno la ocupa la que pasó hoy. Nada peor que haberme imaginado a los niños en la puerta del colegio asustados, abrazados, en llanto desconsolado y sentados en una banquita solitaria con las malvadas maestras ausentes porque la irresponsable tía (que aparte no sabe abrir puertas de camionetas) llegó tarde por ellos. Esta novela está muy alejada de las consecuencias reales (y nada parecidas a mi drama mental) mencionadas casualmente por su mamá durante mi entrenamiento. La realidad es que sólo me tendría que haber bajado de la mamá-van y entrar a la escuela por ellos.
Me quedé encerrada en mi casa. Fui a lavar a mi casa; me di cuenta que me urgía cuando me puse unos pantalones y me llegó un desagradable y poderoso olor, seguramente por algo que me había caído encima. Obvio (aunque por un segundo dudé cuando le platiqué al simpático Alfonso y me preguntó que si el mal olor era porque me los había puesto muchas veces o por algo que me había caído encima (… siendo honesta, a lo mejor eran las dos cosas)).
Ya con chivas cargadas, la mano en la puerta y a 20 minutos de la hora límite para recoger a los niños convencionalmente, me di cuenta que no tenía las llaves para salir de mi casa. Como un flash me vino a la cabeza mi llavero en el buró de mi casa temporal. Había entrado con la copia que tiene mi novio, y él ya se había ido a trabajar. Le marqué y no contestó; aunque se había ido 10 minutos antes, me lo imaginaba ya en García o Kazajistán (o un lugar igualmente remoto y lejano. Le marqué a mi traicionera amiga que tampoco me contestó aunque aseguróme que CUALQUIERCOSA (Y me habla yaqué. O sea. (Tu sabes quien eres!)). Justo estaba pensando tumbar la tela de alambre y aventarme por la venta (con harto miedo al azote rotundo de dicha acción pero igualmente decidida), cuando se reportó el novio. Que se acordó que no traía mis llaves e iba de regreso a abrirme. Me quedé parada frente a la puerta esperándolo. Como Mike a su dueño.
Llegué a tiempo por los niños y pude respirar. La tonalidad azul que me noté en algún punto me hizo darme cuenta que probablemente estuve conteniendo la respiración todo el tiempo. No pasó nada, y nadie se enteró.
Las cosas definitivamente van mejorando. Creo. Al final del día, sólo traigo una mancha de cátsup en la blusa y algo negro en el pantalón. También reconozco mis logros: pude darle las medicinas a la gemela justo a la media noche y sin que despertara de alguna forma estridente que alborotara al gallinero. A pesar de mis 30 minutos de planeación estratégica y contingencia, y la duda, absoluta falta de confianza y poca fe de Andre y que sí, Andre, sí, me las vi negras sacándola del cuarto en brazos junto con los dos frascos de medicamento, la chunche dosificadora y un calcetín desbocado y rebelde, que medio contenido de un bote terminó sobre mi piyama, y que parecieron más bien 20 litros de jarabe lo que le di, la pude regresar a su cuna sin (prácticamente) ni pío. Tapón, tapón, Andre.
Aseguro que fue la gemela correcta. Lo comprobé antes de empezar el procedimiento. El problema con las gemelas es que, aunque juntas ya puedo distinguir a una de la otra, por separado todavía me equivoco: las dos están del mismo tamaño, tienen la misma mata alborotada de pelo güero y las dos dicen que son Lucy. Cuando están juntas está más que claro que una miente con todo el diente (y sólo tienes que averiguar cuál), pero separadas y con mi vista decadente, se me complica más. Por ejemplo, hoy estuvimos jugando con la puerta de la cocina a “Dónde está Lucy” atacadas de risa durante 10 minutos, hasta que bajó Lucy.
Temo decir que lo que me está ayudando a distinguirlas es el moretón en la frente que trae Paulina del madrazo que se dio el primer día que estuve aquí. Gracias. Literalmente, se lo busco detrás del pelo antes de decir un nombre.
Pasando lista, el niño mayor hoy estuvo enormemente sobornado con una tarde de experimentos y el segundo, con postre y sorpresa en el lonche de mañana. Qué vergüenza. Lo siento tanto, pero me albergo detrás de mil excusas y el artículo n°47 de la Constitución de niñeras novatas (que estoy escribiendo).
La tarde fue un éxito llena de emoción, ilusión, asombro, descubrimiento, curiosidad, buen humor y buena voluntad, conocimiento y aprendizaje. Me encanta el aprendizaje, el mío y el de los niños. Y lo más padre de todo, estaban bañados y cenados para las 7:30. Auto-aplausos (y para Andre también, la neta).
Qué padre cuando hay buenos resultados. Sé que el fracaso enseña mucho también, pero porfas que no haya mucho de eso en lo que me queda aquí. Que estemos muy seguros y felices y que se acuerden poco de que sus papás están lejos y los extrañan, y que soy una débil substituta (que está haciendo su mejor esfuerzo).
Dentro de la lista de las experiencias más traumáticas de ésta semana, el lugar número uno la ocupa la que pasó hoy. Nada peor que haberme imaginado a los niños en la puerta del colegio asustados, abrazados, en llanto desconsolado y sentados en una banquita solitaria con las malvadas maestras ausentes porque la irresponsable tía (que aparte no sabe abrir puertas de camionetas) llegó tarde por ellos. Esta novela está muy alejada de las consecuencias reales (y nada parecidas a mi drama mental) mencionadas casualmente por su mamá durante mi entrenamiento. La realidad es que sólo me tendría que haber bajado de la mamá-van y entrar a la escuela por ellos.
Me quedé encerrada en mi casa. Fui a lavar a mi casa; me di cuenta que me urgía cuando me puse unos pantalones y me llegó un desagradable y poderoso olor, seguramente por algo que me había caído encima. Obvio (aunque por un segundo dudé cuando le platiqué al simpático Alfonso y me preguntó que si el mal olor era porque me los había puesto muchas veces o por algo que me había caído encima (… siendo honesta, a lo mejor eran las dos cosas)).
Ya con chivas cargadas, la mano en la puerta y a 20 minutos de la hora límite para recoger a los niños convencionalmente, me di cuenta que no tenía las llaves para salir de mi casa. Como un flash me vino a la cabeza mi llavero en el buró de mi casa temporal. Había entrado con la copia que tiene mi novio, y él ya se había ido a trabajar. Le marqué y no contestó; aunque se había ido 10 minutos antes, me lo imaginaba ya en García o Kazajistán (o un lugar igualmente remoto y lejano. Le marqué a mi traicionera amiga que tampoco me contestó aunque aseguróme que CUALQUIERCOSA (Y me habla yaqué. O sea. (Tu sabes quien eres!)). Justo estaba pensando tumbar la tela de alambre y aventarme por la venta (con harto miedo al azote rotundo de dicha acción pero igualmente decidida), cuando se reportó el novio. Que se acordó que no traía mis llaves e iba de regreso a abrirme. Me quedé parada frente a la puerta esperándolo. Como Mike a su dueño.
Llegué a tiempo por los niños y pude respirar. La tonalidad azul que me noté en algún punto me hizo darme cuenta que probablemente estuve conteniendo la respiración todo el tiempo. No pasó nada, y nadie se enteró.
Las cosas definitivamente van mejorando. Creo. Al final del día, sólo traigo una mancha de cátsup en la blusa y algo negro en el pantalón. También reconozco mis logros: pude darle las medicinas a la gemela justo a la media noche y sin que despertara de alguna forma estridente que alborotara al gallinero. A pesar de mis 30 minutos de planeación estratégica y contingencia, y la duda, absoluta falta de confianza y poca fe de Andre y que sí, Andre, sí, me las vi negras sacándola del cuarto en brazos junto con los dos frascos de medicamento, la chunche dosificadora y un calcetín desbocado y rebelde, que medio contenido de un bote terminó sobre mi piyama, y que parecieron más bien 20 litros de jarabe lo que le di, la pude regresar a su cuna sin (prácticamente) ni pío. Tapón, tapón, Andre.
Aseguro que fue la gemela correcta. Lo comprobé antes de empezar el procedimiento. El problema con las gemelas es que, aunque juntas ya puedo distinguir a una de la otra, por separado todavía me equivoco: las dos están del mismo tamaño, tienen la misma mata alborotada de pelo güero y las dos dicen que son Lucy. Cuando están juntas está más que claro que una miente con todo el diente (y sólo tienes que averiguar cuál), pero separadas y con mi vista decadente, se me complica más. Por ejemplo, hoy estuvimos jugando con la puerta de la cocina a “Dónde está Lucy” atacadas de risa durante 10 minutos, hasta que bajó Lucy.
Temo decir que lo que me está ayudando a distinguirlas es el moretón en la frente que trae Paulina del madrazo que se dio el primer día que estuve aquí. Gracias. Literalmente, se lo busco detrás del pelo antes de decir un nombre.
Pasando lista, el niño mayor hoy estuvo enormemente sobornado con una tarde de experimentos y el segundo, con postre y sorpresa en el lonche de mañana. Qué vergüenza. Lo siento tanto, pero me albergo detrás de mil excusas y el artículo n°47 de la Constitución de niñeras novatas (que estoy escribiendo).
La tarde fue un éxito llena de emoción, ilusión, asombro, descubrimiento, curiosidad, buen humor y buena voluntad, conocimiento y aprendizaje. Me encanta el aprendizaje, el mío y el de los niños. Y lo más padre de todo, estaban bañados y cenados para las 7:30. Auto-aplausos (y para Andre también, la neta).
Qué padre cuando hay buenos resultados. Sé que el fracaso enseña mucho también, pero porfas que no haya mucho de eso en lo que me queda aquí. Que estemos muy seguros y felices y que se acuerden poco de que sus papás están lejos y los extrañan, y que soy una débil substituta (que está haciendo su mejor esfuerzo).
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