Hace unos días alguien me preguntó si con tantas
vacaciones no aprovechaba para hacer algo. Como, de… provecho, supongo.
Pusieron de ejemplo: yoga. El yoga. La yoga. Mejor el yoga por que la yoga se
me figura medio folklórico y me recuerda a la tía de una amiga de antaño que se
hacía llamar Yoya que hacia tortillas de harina a mano llenas de manteca y
gluten y que nos comíamos con mantequilla de esa de verdad alta en grasa y
colesterol. O sea, nada que ver con yoga.
He intentado ya un par de veces desenvolverme en su práctica: Que más que práctica relajativa y meditativa a mi me pareció un deporte extremo y de alto riesgo en el que en la posición de montañita mis pies en cualquier momento se resbalaban fuera del tapetito color morado pastel y mis amplias personalidades en conjunto con el efecto gravitacional tradicional planetario me asfixiaban al caer parsimoniamente sobre mi cara.
Recuerdo las gotas de sudor entrando sorpresivamente por mis fosas nasales y luego mis manos poniéndose moradas mientras intentaba no ladrar pero bufaba incontrolablemente mientras pretendía ver al sol del ocaso (por que no me daba para ver el del cenit) mientras me decían que respirara hondo mientras me temblaban los brazos y la musiquita se me volvía desquiciante por que su ritmo no se parecía a nada de lo que pasaba con mi cuerpo.
No podía evitar sentirme como un rinoceronte torpe que sueña con ser un ágil unicornio; veía a los maestros hablar y hacer los movimientos y acomodarse con tal paz y tranquilidad que me daban ganas de aventarles un zapato que, obviamente, no traía. Probablemente me hubieran sacado a empujones amorosos (supongo, no a patadas, por que no ha de ser congruente con la filosofía yogi) por eso, y no por soltar metano por alguna parte trasera que no mencionaré, que eso es menos mal visto, según me dicen, pero que fue el único esfuerzo exitoso que puede hacer durante mis asistencias. Apretar esos músculos es lo que ya tengo bien dominado, y sin clases. A base de pura necesidad. Y respeto ajeno.
Me preguntaron por qué no volvía pero creo que sin ganas de que contestara y yo sin ánimos de dar esta extensa explicación. Ni decir que me daba vergüenza y ganas de llorar como Magdalena recién apedreada y desubicada por los golpes.
Pienso que no me rindo y tal vez lo vuelva a intentar otro día o siga eternamente buscando otro qué-hacer menos peligroso y más gentil con mi autoestima y mis coyonturas.
Y provechoso. Sobre todo, provechoso. Que leer y andar en piyamas todo el día parece no serlo.
He intentado ya un par de veces desenvolverme en su práctica: Que más que práctica relajativa y meditativa a mi me pareció un deporte extremo y de alto riesgo en el que en la posición de montañita mis pies en cualquier momento se resbalaban fuera del tapetito color morado pastel y mis amplias personalidades en conjunto con el efecto gravitacional tradicional planetario me asfixiaban al caer parsimoniamente sobre mi cara.
Recuerdo las gotas de sudor entrando sorpresivamente por mis fosas nasales y luego mis manos poniéndose moradas mientras intentaba no ladrar pero bufaba incontrolablemente mientras pretendía ver al sol del ocaso (por que no me daba para ver el del cenit) mientras me decían que respirara hondo mientras me temblaban los brazos y la musiquita se me volvía desquiciante por que su ritmo no se parecía a nada de lo que pasaba con mi cuerpo.
No podía evitar sentirme como un rinoceronte torpe que sueña con ser un ágil unicornio; veía a los maestros hablar y hacer los movimientos y acomodarse con tal paz y tranquilidad que me daban ganas de aventarles un zapato que, obviamente, no traía. Probablemente me hubieran sacado a empujones amorosos (supongo, no a patadas, por que no ha de ser congruente con la filosofía yogi) por eso, y no por soltar metano por alguna parte trasera que no mencionaré, que eso es menos mal visto, según me dicen, pero que fue el único esfuerzo exitoso que puede hacer durante mis asistencias. Apretar esos músculos es lo que ya tengo bien dominado, y sin clases. A base de pura necesidad. Y respeto ajeno.
Me preguntaron por qué no volvía pero creo que sin ganas de que contestara y yo sin ánimos de dar esta extensa explicación. Ni decir que me daba vergüenza y ganas de llorar como Magdalena recién apedreada y desubicada por los golpes.
Pienso que no me rindo y tal vez lo vuelva a intentar otro día o siga eternamente buscando otro qué-hacer menos peligroso y más gentil con mi autoestima y mis coyonturas.
Y provechoso. Sobre todo, provechoso. Que leer y andar en piyamas todo el día parece no serlo.
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