El domingo fui a buscar colchones. Había estado contemplando
comprar uno desde hace semanas; el colchón de mi departamento rentado amueblado
había reposado varios inquilinos y tenía más hoyos que un queso suizo y ya me
estaba cansando de amanecer con tortícolis hasta en las uñas de los pies.
Es la segunda vez que compro colchón. Haciendo
cuentas, he dormido por tiempo prolongado (dígase más de dos meses) en 11
colchones diferentes, si mi memoria no me falla. No todos me han dado
experiencias agradables, lo describiría más bien como desventuras en ocasiones
hasta tortuosas que no se olvidan hasta que se te endereza la vértebra o se te
alinea por simple resignación.
Para quien haya estado verdaderamente comprometido en su búsqueda de un colchón nuevo, no se le hará sorpresivo que yo cuente que probé todos los de la gran tienda colchonera. Todos. Desde los aguados que parecen arenas movedizas, hasta aquellos del espacio exclusivo con aire acondicionado y música de espá que podrías confundir con un bombón o esponjosa nube celestial en dónde la pieza más económica cuesta 22 mil pesos. Como ninguno de allí se ajustaba a mi presupuesto, sólo volví, después de informar mi intención a la señorita dependiente, para reflexionar profundamente sobre la compra que iba a hacer y quitarme el miedo al gran desembolso. Me postré descaradamente en el más caro e inaccesible que tenía almohada, con mis pies descalzos (claro que me quité las chanclas) encima de la tela impresa con la marca del colchón. Estoy segura que me quedé dormida un ratito y soñé con viajar a las islas Galápagos, pero lo importante es que hice cuentas y me decidí. Lo compré.
Me entregaron ayer tan anhelada preciosidad extra dura y blanca como la nieve que asegura un descanso ortopédicamente correcto. No podía de la emoción. Sentí que era navidad cuando le quité el plástico como si fuera regalo y me quería dormir a las cuatro de la tarde.
Obviamente (y ya que no hubo resultado a mi búsqueda en Google), inventé una oración de bendición, hice un ritual de agradecimiento y de protección contra los espíritus jala pies y lo rocié en exageración con una mezcla que hice en ese instante de aceites esenciales que aseguran relajación, purificación y buen olor, y aparte (y lo más importante), repeler a los temidos ácaros come cerebros.
Hoy desperté después de exactamente ocho horas de sueño, con baba en la almohada y oliendo a lavanda, eucalipto y naranja dulce. Qué bonito es despertar descansada y estirada y poder quedarme un buen rato agradeciendo y abrazando idiotamente mi nuevo colchón.
Quien quiera asistir a mi próxima piyama party para conocerlo, me dice.
Para quien haya estado verdaderamente comprometido en su búsqueda de un colchón nuevo, no se le hará sorpresivo que yo cuente que probé todos los de la gran tienda colchonera. Todos. Desde los aguados que parecen arenas movedizas, hasta aquellos del espacio exclusivo con aire acondicionado y música de espá que podrías confundir con un bombón o esponjosa nube celestial en dónde la pieza más económica cuesta 22 mil pesos. Como ninguno de allí se ajustaba a mi presupuesto, sólo volví, después de informar mi intención a la señorita dependiente, para reflexionar profundamente sobre la compra que iba a hacer y quitarme el miedo al gran desembolso. Me postré descaradamente en el más caro e inaccesible que tenía almohada, con mis pies descalzos (claro que me quité las chanclas) encima de la tela impresa con la marca del colchón. Estoy segura que me quedé dormida un ratito y soñé con viajar a las islas Galápagos, pero lo importante es que hice cuentas y me decidí. Lo compré.
Me entregaron ayer tan anhelada preciosidad extra dura y blanca como la nieve que asegura un descanso ortopédicamente correcto. No podía de la emoción. Sentí que era navidad cuando le quité el plástico como si fuera regalo y me quería dormir a las cuatro de la tarde.
Obviamente (y ya que no hubo resultado a mi búsqueda en Google), inventé una oración de bendición, hice un ritual de agradecimiento y de protección contra los espíritus jala pies y lo rocié en exageración con una mezcla que hice en ese instante de aceites esenciales que aseguran relajación, purificación y buen olor, y aparte (y lo más importante), repeler a los temidos ácaros come cerebros.
Hoy desperté después de exactamente ocho horas de sueño, con baba en la almohada y oliendo a lavanda, eucalipto y naranja dulce. Qué bonito es despertar descansada y estirada y poder quedarme un buen rato agradeciendo y abrazando idiotamente mi nuevo colchón.
Quien quiera asistir a mi próxima piyama party para conocerlo, me dice.
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