Hoy son 5 años que estaba empezando la última cosecha de
uvas del proyecto en el que estaba involucrada en el Valle de Guadalupe, en la
impresionante península de Baja California.
Extraño a veces, especialmente en fechas como hoy, los días de vendimia, trabajando de madrugada junto con la salida del sol y hasta que oscurecía.
Extraño la tierra, suelta y por todas partes, metida hasta en la comisura de los labios, los colores diferentes de cada variedad de uva, el registro minucioso de pesos de cosecha de cada lote y de cada variedad.
Extraño los burritos de enormes tortillas de harina repletos de huevo, frijoles y hasta de chilaquiles que me compartían las señoras que trabajaban conmigo, siempre generosas, y que comíamos entre los surcos pegadas a las líneas de plantas para alcanzar sombra.
Extraño la sensación de urgencia y emoción que envolvía a todo el Valle en esos días y ver a cada rato tractores con remolques rebosantes de uvas avanzando lentos por la carretera.
Extraño organizar la logística detrás de los muestreos del avance en madurez de los racimos de cada tipo de uva y de cada lote, el olor de uva molida y de jugos fermentando.
Extraño la camioneta medio destartalada que usaba y la satisfacción que me daba verla hasta el tope de cajas etiquetadas de forma obsesivamente organizada y multicolor, llenas de uva recién cortada (no podía ser más de una tonelada porque la caja de la camioneta se despanzurraba).
Extraño apurarme para llegar a la bodega y entregar la carga, y a veces me sentía muy importante de ser la única que conocía la variedad secreta y única en el Valle, y mantenerme firme en mi confidencialidad cuando algunos curiosos me pedían revelarla.
Extraño ver los amaneceres y atardeceres del Valle, siempre disponibles desde cualquier punto en donde estuviera, no había nada entre ellos y yo que los tapara: ni edificios, ni cerros, ni si quiera tantos árboles.
Extraño a la gente de todas partes y los nombres rusos, la curiosa forma de pronunciar la "ché" y de pasar horas platicando y comiendo chimiskis en algún portal.
Extraño el bullicio y el huateque de los turistas invadiendo el pueblo para festejar en las fiestas, conciertos y exceso de eventos de las vinícolas.
Extraño la compañía de Pope, mi gato, enredado entre mis pies, estar a 20 pasos de mi oficina y despertar con los bramidos de los borregos y los motores de los tractores.
Extraño a veces, especialmente en fechas como hoy, los días de vendimia, trabajando de madrugada junto con la salida del sol y hasta que oscurecía.
Extraño la tierra, suelta y por todas partes, metida hasta en la comisura de los labios, los colores diferentes de cada variedad de uva, el registro minucioso de pesos de cosecha de cada lote y de cada variedad.
Extraño los burritos de enormes tortillas de harina repletos de huevo, frijoles y hasta de chilaquiles que me compartían las señoras que trabajaban conmigo, siempre generosas, y que comíamos entre los surcos pegadas a las líneas de plantas para alcanzar sombra.
Extraño la sensación de urgencia y emoción que envolvía a todo el Valle en esos días y ver a cada rato tractores con remolques rebosantes de uvas avanzando lentos por la carretera.
Extraño organizar la logística detrás de los muestreos del avance en madurez de los racimos de cada tipo de uva y de cada lote, el olor de uva molida y de jugos fermentando.
Extraño la camioneta medio destartalada que usaba y la satisfacción que me daba verla hasta el tope de cajas etiquetadas de forma obsesivamente organizada y multicolor, llenas de uva recién cortada (no podía ser más de una tonelada porque la caja de la camioneta se despanzurraba).
Extraño apurarme para llegar a la bodega y entregar la carga, y a veces me sentía muy importante de ser la única que conocía la variedad secreta y única en el Valle, y mantenerme firme en mi confidencialidad cuando algunos curiosos me pedían revelarla.
Extraño ver los amaneceres y atardeceres del Valle, siempre disponibles desde cualquier punto en donde estuviera, no había nada entre ellos y yo que los tapara: ni edificios, ni cerros, ni si quiera tantos árboles.
Extraño a la gente de todas partes y los nombres rusos, la curiosa forma de pronunciar la "ché" y de pasar horas platicando y comiendo chimiskis en algún portal.
Extraño el bullicio y el huateque de los turistas invadiendo el pueblo para festejar en las fiestas, conciertos y exceso de eventos de las vinícolas.
Extraño la compañía de Pope, mi gato, enredado entre mis pies, estar a 20 pasos de mi oficina y despertar con los bramidos de los borregos y los motores de los tractores.
Y sé, que aunque extraño todo todo todo y mucho mucho,
prefiero extrañar todo esto que a mi familia, mi ciudad y mis grandes amigos.
Recuerdo esos años con cariño y como una de las mejores
experiencias de mi vida; me siento agradecida y bendecida por haber tenido la
oportunidad de trabajar y vivir allá. Soy quien soy hoy también por ello.
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